rosapasapagina.es
«“Los neandertales eran más fuertes y más inteligentes, pero los sapiens les ganamos gracias a la prosociabilidad»

«“Los neandertales eran más fuertes y más inteligentes, pero los sapiens les ganamos gracias a la prosociabilidad»

"El poder de la amabilidad" Jonathan Benito (Planeta)

viernes 13 de junio de 2025, 08:48h
"Una persona amable con habilidades asertivas sabe poner límites"

El poder de la amabilidad: una estrategia humana en peligro de extinción
Neurocientífico y divulgador, Jonathan Benito defiende en El poder de la amabilidad que esta cualidad, lejos de ser un gesto superficial, es una herramienta evolutiva clave. A través de la neurobiología y la psicología social, el autor desmonta mitos sobre la agresividad, el liderazgo competitivo o la sumisión emocional y propone una idea contundente: la amabilidad nos permitió sobrevivir como especie, mejora nuestras relaciones… y nos ayuda a vivir más.
En esta conversación, Benito traza el recorrido de un rasgo que hoy parece en retroceso, pero que sigue siendo, según demuestra, uno de los mayores poderes del cerebro humano.
P.— Queramos o no reconocerlo, todos los seres humanos compartimos una necesidad fundamental: sentirnos importantes dentro de los grupos a los que pertenecemos. Desde el punto de vista evolutivo, no son los más fuertes ni los más débiles los que sobreviven en un entorno hostil. Es la amabilidad la que ofrece una estrategia más poderosa y eficaz. ¿Parece fácil?
R.— Pues sí, parece fácil y en realidad debería serlo. Pero precisamente ese es el motivo del libro: una reivindicación desde la neurociencia de que, como sociedad, estamos perdiendo una cualidad que tanto nos ha caracterizado a los sapiens.
Somos seres ultrasociales, y hemos llegado hasta este punto gracias a nuestra prosociabilidad, a nuestra amabilidad.
Y vivimos en un mundo en el que, a veces, parece que se nos olvida.
Seguramente te pasa también: entras en un ascensor y nadie te saluda; te cruzas con un vecino que tampoco te dice nada. Vivimos en una sociedad tan súper competitiva que hemos dejado de lado esa parte amable que nos ha hecho llegar hasta aquí.
Por eso, el libro es una llamada a recuperar esa conexión con los demás, ese gesto, ese reconocimiento mutuo. Porque fue eso, y no otra cosa, lo que nos hizo fuertes como especie.

P.— ¿Dirías que todavía subestimamos el poder de la amabilidad?
R.— Mucho, muchísimo. Por eso en el libro explico el camino evolutivo que nos ha traído hasta aquí.
Cuando los sapiens llegaron a Europa, hace unos 45.000 años —en un momento mucho más hostil que el actual, en plena glaciación, con muchísimo frío—, se encontraron con que no estaban solos. Allí vivían ya los neandertales.
Y esos neandertales eran más fuertes que nosotros, ahora sabemos que eran al menos igual de inteligentes —si no más—, y estaban mejor adaptados al clima. Además, había escasez de alimento porque la nieve reducía los pastos y hacía mucho más difícil cazar.
Entonces, ¿cómo es posible que los sapiens, siendo más débiles, menos adaptados y aparentemente en desventaja, ganaran la batalla evolutiva?
La respuesta está en la amabilidad y la prosociabilidad.
Los neandertales eran más desconfiados, más agresivos. Funcionaban bien dentro de su grupo, pero cuando interactuaban con otros grupos, solían tener conflictos.
Nosotros, en cambio, fuimos capaces de colaborar con extraños por un objetivo común.
Esa capacidad de cooperación entre grupos nos dio una ventaja enorme. Permitió que se desarrollara la tecnología, que se transmitiera el conocimiento. Y todo eso tiene implicaciones directas con el aprendizaje colaborativo.
Lo que quiero decir es que la amabilidad —precisamente en entornos hostiles— es una ventaja muy grande respecto a cualquier otra estrategia.



P.— Dices que la amabilidad es una actitud poderosa. También señalas que la agresividad suele esconder una baja autoestima. ¿Qué señales nos permiten identificar a una persona que actúa desde esa herida? Porque solemos justificarlo diciendo: “un mal día lo tiene cualquiera”… pero hay matices.
R.— Sí, totalmente. Y la primera señal es la propia agresividad.
Casi siempre, cuando vemos agresividad, lo que hay detrás es una falta de valoración de uno mismo, una autoestima baja.
Básicamente, el cerebro nace en el seno de un grupo. Y en los grupos surgen desigualdades y jerarquías, que son inherentes incluso a grupos de gallinas.
Siempre estamos bajo el riesgo de ser expulsados del grupo. Y si te expulsan, en un entorno ancestral, morías.
Así que el cerebro tiene miedo a la expulsión.
Somos descendientes de cerebros que hicieron bien su trabajo, porque los que fueron expulsados no dejaron descendencia.
Por eso buscamos, de forma natural, la aceptación del grupo.
Y hay personas que, para no ser expulsadas, optan por imponerse mediante la agresividad.
¿Por qué eligen esa vía? Porque son individuos que sienten comprometida su pertenencia al grupo. Y ahí aparece la autoestima.
Tienen una valoración de sí mismos baja respecto al grupo y, al no verse aceptados de manera natural, se imponen.
Por eso digo que la gente agresiva, casi siempre, tiene una autoestima poco sana, poco cuidada, y usa la agresividad como una forma de protegerse frente a ese miedo profundo: el miedo a no pertenecer.
P.— Esa necesidad de pertenecer al grupo nos afecta en cosas muy cotidianas, como la forma de vestir, de hablar o de comportarnos. ¿Actuamos muchas veces como no somos por miedo a ser expulsados?
R.— Totalmente. El cerebro humano tiene un miedo atávico, muy profundo, a la expulsión del grupo. Y lo más importante: ese miedo opera a nivel inconsciente. No es algo que pensemos de forma racional, pero actúa en segundo plano constantemente.
Y no es algo negativo en sí mismo. Gracias a ese miedo hemos llegado hasta aquí como especie. Probablemente, sin él, no estaríamos donde estamos hoy.
El problema es que ese miedo condiciona una parte muy importante del comportamiento humano. Constantemente queremos enviar al grupo el mensaje de: “Yo pertenezco, yo importo, no me dejéis fuera”.
Y eso nos lleva a acumular, a mostrar pertenencias, a construir identidades con señales visibles que le digan al grupo: “Tengo un lugar aquí”.
El problema es cuando eso se descontrola o se lleva al extremo. Ahí es cuando puede convertirse en una fuente de conflicto o sufrimiento.
P.— Vivimos en un entorno muy competitivo, donde incluso la hipercompetitividad se valora. Pero tú adviertes que puede ser contraproducente. ¿Por qué?
R.— Porque dentro de este marco que hemos comentado —el grupo, la pertenencia—, hay distintas estrategias para no quedarse fuera. Ya hemos hablado de la agresividad, que suele ser negativa. Pero otra vía es la hipercompetitividad, es decir: “Voy a destacar por encima de todos haciendo todo perfecto”.
Y es verdad que la competitividad sana es buena y deseable. Pero cuando esa necesidad de destacar se convierte en obsesión, en hipercompetencia, se vuelve peligrosa.
¿Por qué? Porque suele despertar recelo, resentimiento. Muchas veces, quienes son extremadamente competitivos operan muy cerca del límite moral. Y eso se nota. Basta con observar cómo juega una persona a algo tan simple como un juego de mesa. Si no puede soportar perder, incluso sin que haya nada en juego, hay algo que no funciona bien.
Ese tipo de actitud, lejos de integrar, termina generando distancia con los demás.
P.— Hablamos mucho de amabilidad, pero tú empleas un término más preciso: prosociabilidad. ¿Qué significa exactamente para la neurobiología?
R.— Para los neurobiólogos, la prosociabilidad es clave. En el libro uso palabras como “amabilidad”, “cordialidad” o “amigabilidad” porque son más accesibles, pero la idea que hay detrás es esa: la prosociabilidad.
Es un paso más allá. Se trata de interactuar de forma positiva con los demás, de establecer relaciones basadas en la cooperación, la colaboración, la ayuda mutua.
Y dentro de esa dimensión, hay herramientas que tienen un poder inmenso. Por ejemplo, una sonrisa.
Una sonrisa es, probablemente, el gesto de inteligencia social más poderoso que existe. Activa neuronas espejo en quien la recibe, genera bienestar en quien la emite por retroalimentación facial (el cerebro interpreta que estamos bien y refuerza ese estado) y, sobre todo, transmite aceptación.
Y eso es fundamental porque, como decíamos antes, el cerebro vive con ese miedo constante a ser rechazado. Cuando recibe una sonrisa, descodifica el mensaje: “No eres una amenaza, te acepto, estás a salvo”.
Por eso, en contextos de tensión, cuando alguien que parecía hostil de pronto sonríe, nos relajamos al instante. Es el cerebro recibiendo una señal tranquilizadora.
P.— Es casi una reacción instintiva, como la comunicación entre animales. Cuando un perro mueve la cola, por ejemplo, ¿es algo parecido a una sonrisa?
R.— Exactamente. Es un gran símil. Nunca lo había pensado así, pero es eso. Nos guste o no, somos animales.
Y el día que dejemos de serlo, tendremos un problema.
A veces se dice que somos animales racionales, y puede ser, aunque eso daría para otra conversación. Pero lo esencial es entender que muchas de nuestras respuestas sociales siguen operando en ese plano biológico, instintivo. Y eso incluye gestos tan simples como una sonrisa.
P.— En ese sentido, ¿no crees que hemos dejado de usar palabras básicas que construyen convivencia? Me refiero a cosas tan sencillas como decir “gracias”, “por favor” o “perdón”.
R.— Totalmente. Me da hasta cierta vergüenza tener que recordarlo, pero en las conferencias, cuando hablo con adultos, lo digo claramente:
Hay que usar las fórmulas básicas de prosociabilidad. El “hola”, el “buenos días”, el “por favor”, el “gracias”, el “perdón”.
Y lo digo porque estoy harto de ver personas que entran en un ascensor y no saludan, vecinos que no dan los buenos días, gente que no pide disculpas ni da las gracias.
Sobre el perdón, además, hay un componente muy interesante. Pedir perdón cuesta, y en el fondo está ligado también a la autoestima.
Algunas personas creen que pedir perdón es mostrar debilidad, que te hace perder posiciones en el grupo. Pero es justo al contrario.
Una persona con una autoestima sana, con una buena valoración de sí misma, pide perdón sin miedo. Y eso la engrandece.
Pedir perdón no te hace pequeño: te hace más grande.
P.— ¿Cómo se puede empezar a trabajar la autoestima desde todo esto que estamos diciendo? Porque muchas veces no somos capaces de sonreír o de mostrar amabilidad sencillamente porque no nos queremos a nosotros mismos. Lo que proyectamos al otro es, en realidad, nuestro propio malestar.
R.— Claro, exactamente. La clave está en romper ese bucle de retroalimentación negativa: cuando tú te valoras poco, te comportas de forma más cerrada o hostil, y eso provoca que los demás también reaccionen peor contigo. Y así, se refuerza tu malestar.
¿Cómo salir de ahí? Pues justo con lo que estamos hablando: con amabilidad, con prosociabilidad.
Muchas veces me encuentro con gente que dice: “Mi vida es una mierda, todo me va mal”. Y yo les pregunto: “¿Tú has observado cómo te relacionas con los demás?”. Porque muchas veces no sonríes, no saludas, no ayudas…
Empieza a ser prosocial, colabora con los demás, haz algo altruista, y verás cómo tu vida cambia. Solo te pido que lo pruebes un día.
Un solo día actuando desde la amabilidad puede transformar tu percepción. Y tanto te va a gustar ese cambio que querrás seguir por ese camino.
Eso sí, siendo conscientes también de que hay personas poco prosociales. Personas que, lamentablemente, pueden intentar hacernos daño. Por eso es importante desarrollar también habilidades asertivas: saber poner límites. No se trata de ser amable con todo el mundo, pero sí con una gran mayoría.
P.— Aprovechemos entonces ese gran porcentaje de personas que sí lo merecen, y aprendamos a poner límites con las que no. Porque, al final, amabilidad no es lo mismo que bondad ingenua, ¿verdad?
R.— Exacto. Ser amable no significa ser débil ni sumiso.
Una persona amable es alguien que intenta interactuar de forma positiva con los demás, pero que también sabe muy bien quién es, qué quiere y hasta dónde está dispuesta a llegar.
Por eso la amabilidad debe ir siempre acompañada de asertividad.
Una persona verdaderamente amable será capaz de leer rápidamente el entorno, detectar cuándo alguien no merece esa actitud y poner límites con claridad pero con educación.
En el libro también lo digo: hay personas con las que, tristemente, no se puede ser amable.
Con esas personas, lo único que se puede hacer es mantenerse firme, educado, pero firme. Y eso también es parte de la amabilidad bien entendida.
P.— En el libro hablas de una herramienta concreta para gestionar emociones intensas: la técnica del café caliente. ¿En qué consiste?
R.— La idea es sencilla pero muy poderosa. En el mundo emocional, cuando recibimos un impacto fuerte —por ejemplo, un correo o mensaje que nos altera— tendemos a responder de inmediato, en caliente, con poca autorregulación.
Y eso es un problema, porque en ese estado de excitación emocional, la corteza prefrontal —la zona del cerebro encargada del autocontrol— está inhibida.
Entonces, lo que propongo es lo siguiente: no respondas en caliente.
Deja “enfriar” esa emoción. Si puedes, incluso espera a que pase una noche, para que el sueño regenere y reorganice tus procesos emocionales.
Al día siguiente, lo verás todo desde otra perspectiva.
Y si no puedes aguantarte, escribe esa respuesta, saca esa rabia… pero no la envíes. Haz tu descarga emocional, pero no tomes una decisión irreversible en ese estado.
P.— Sería una forma práctica de entrenar el autocontrol, ¿no?
R.— Exactamente. Es un entrenamiento. Al principio cuesta, pero con el tiempo, vas incorporando ese hábito.
Y te vas dando cuenta de que es mucho mejor. Te evitas conflictos, malentendidos, y además aprendes a responder desde un lugar más racional.
Poco a poco, ese gesto se convierte en una herramienta de gestión emocional muy valiosa.
P.— A veces incluso recurrimos a pequeños gestos para suavizar: añadir un emoticono, una carita... ¿Eso también tiene un efecto?
R.— Lo tiene, y mucho. Has dicho algo muy importante: los emoticonos.
El lenguaje escrito ya de por sí tiene limitaciones. Pero el caso del WhatsApp es doblemente problemático porque, además, reduce el lenguaje y el tiempo.
Entonces, algo tan simple como una sonrisa al final de una frase puede desactivar completamente un posible malentendido.
Es un gesto de humildad emocional, una forma de decir: “tranquilo, no hay tensión aquí”. Y eso, el cerebro del otro lo recibe de inmediato.
P.— ¿Dormir más nos hace más amables?
R.— No tengo dudas: lo que es seguro es que dormir menos te hace menos amable.
Y no hace falta dormir solo cuatro horas para notarlo. Con una sola hora menos de sueño ya empezamos a ver efectos:
Leemos peor las emociones ajenas, estamos más irritables, tenemos menos tolerancia, menos capacidad para cooperar…
Lo demostró Matthew Walker, investigador de Berkeley: el sueño influye directamente en nuestras competencias sociales.
P.— Es curioso porque el sueño es, precisamente, uno de los grandes déficits de esta sociedad.
R.— Sí, porque llevamos vidas con tiempos demasiado ajustados. Queremos hacer deporte, leer, trabajar, cumplir… y cuando por fin tenemos un rato para nosotros, resulta que es la hora de dormir.
Y como sentimos que no hemos tenido nuestro “momento”, le robamos tiempo al sueño.
Pero ese robo pasa factura, también en nuestra forma de relacionarnos.
P.— ¿Sería entonces importante aprender a dejar la mente en blanco?
R.— Sería muy recomendable. Aunque es difícil, porque el cerebro siempre tiene lo que se llama el sistema neuronal por defecto encendido.
Ese sistema nos hace ir del pasado al futuro constantemente: “¿Y si tengo un cáncer?”, “¿Y si le pasa algo a mi hijo?”, “¿Cómo no dije aquello?”.
Las técnicas como la meditación ayudan a interrumpir ese sistema, no solo mientras meditas, sino también en tu vida diaria.
Y eso se traduce en menos rumiación, menos pensamientos negativos.
Porque la mente no rumia cosas buenas: no estás todo el día pensando “qué bien lo pasé en aquella cena”.
Lo que te repites es lo que te preocupa, lo que duele.
Y si consigues interrumpir esa dinámica, vas a ser más feliz.
P.— El título del libro lo deja muy claro: La amabilidad no es una debilidad, es un poder.
R.— Así es. Y lo más increíble es que quien lo prueba, lo nota al instante.
Tú, que ya eres una persona amable, quizás no lo notas tanto. Pero quienes no lo son, si cambian el chip y empiezan a comportarse con amabilidad, van a descubrir que tienen un poder real sobre los demás... y sobre sí mismos.
De repente dirán: “¡La gente me trata bien!”.
Y claro, es que tú estás enviando el mensaje correcto.
Por eso digo que la amabilidad no es debilidad: es una forma poderosa de relacionarte con el mundo. Y cuanto antes lo incorpores, antes verás sus efectos.
P.— Hablas también de algo muy potente: que ser amable no solo mejora nuestras relaciones, sino que nos ayuda a vivir más.
R.— Sí, sin ningún género de dudas. Es una afirmación muy clara y respaldada por múltiples evidencias.
¿Por qué? Por muchos motivos, pero voy a resumir uno especialmente significativo para tus oyentes:
Una persona que adopta una actitud agresiva ante la vida está en constante tensión. Vive bajo amenaza, con miedo a represalias, en un estado de alerta permanente.
Y eso significa una cosa: vive estresada.
Y el estrés sostenido no lleva a ningún lugar bueno.
Todos hemos oído hablar del fibrinógeno, aunque poco. Es una molécula que el cuerpo libera en situaciones de estrés porque, desde una perspectiva evolutiva, el estrés era sinónimo de peligro físico: una amenaza real, una posible herida.
Entonces, para protegernos, el cuerpo segrega fibrinógeno con la idea de sellar heridas que quizá ni han ocurrido, para evitar desangramientos.
El problema es que ese sistema se activa hoy por situaciones que no implican peligro real: una discusión, un atasco, una notificación del móvil…
Y claro, como no hay heridas, el fibrinógeno hace lo que sabe hacer: formar coágulos. ¿Resultado? Mayor riesgo de infartos, ictus y otras enfermedades graves.
Una persona amable, en cambio, no vive sometida a ese tipo de tensión permanente, y por tanto, su organismo también está menos inflamado, menos desgastado.
Por eso, y por muchos otros motivos más, la amabilidad es también una forma de salud y de longevidad.
P.— Todo eso está explicado en el libro. ¿Cómo recomiendas leerlo? ¿Es un texto que se puede abrir por cualquier parte o es mejor seguir el orden?
R.— Yo diría que es importante seguir el orden.

Hay libros como Redefinir lo imposible que puedes leer de forma más libre, saltando de capítulo en capítulo. Pero este libro no.
El poder de la amabilidad tiene una estructura con un contexto evolutivo muy importante, que conviene asimilar desde el principio.
Solo entendiendo bien ese marco se puede interpretar con profundidad lo que viene después: cómo funciona el cerebro social, qué papel juega la empatía, por qué la cooperación es tan efectiva, y por qué, en el fondo, ser amable no es una moda ni un consejo de autoayuda, sino una estrategia profundamente humana.
Y sobre todo, Rosa, lo leería con una mente abierta. Porque muchas de las cosas que propongo son sencillas, sí, pero profundamente transformadoras si las aplicas de verdad.

“Lo más importante de la vida son las interacciones que has tenido con las personas.”

Sigue la entrevista en Spotify y Youtube.

Entrevista: Rosa Sánchez de la Vega

Editor de sonido: Manuel Muñoz

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios