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«La dignidad en la derrota es lo que más me deslumbra de la humanidad»

«La dignidad en la derrota es lo que más me deslumbra de la humanidad»

"Peligro de derrumbe" Pedro Simón (Espasa)

jueves 05 de junio de 2025, 20:05h
“Solemnizar el yo en cualquier profesión es una basura”

Pedro Simón, periodista y escritor comprometido con las historias más duras de la España contemporánea, nos acerca en Peligro de derrumbe a la realidad de la precariedad, la desigualdad y la dignidad en tiempos de crisis. En esta novela, que nace de su experiencia en las redacciones durante la gran recesión, retrata a personajes que luchan contra la exclusión social, el desempleo y la injusticia, sin perder la esperanza ni la humanidad. En esta entrevista con Rosa Pasa Página, Pedro nos invita a reflexionar sobre las heridas invisibles de nuestra sociedad y el valor de la resistencia cotidiana.

"En la sala de espera, rectangular y anodina como tantas otras —podría ser la de una consulta médica o un despacho de abogados— hay una docena de sillas naranjas, un cuadro con tres ciervos y un caballo. Nueve personas ocupan el espacio. Solo hay que observar para saber quién es quién”

P.—Cuando llega un libro tuyo a casa, sabemos que vamos a disfrutar, que nos va a entretener, pero también que vas a hablar de cosas muy serias.

R.—Bueno, no sé... Intento escribir sobre aquello que no entiendo del todo. Creo que uno escribe, casi siempre, desde la incomprensión. Por eso los temas se repiten: la culpa, la vergüenza, la baja autoestima, la compasión... Son cosas que me inquietan, que me hacen pensar, que a veces no me dejan dormir.

P.—Cuando escribes sobre esas cosas que no comprendes del todo, ¿logras entenderlas un poco más? ¿Te reconcilias con ellas? ¿Les das sentido?

R.—Me gustaría decir que sí, pero no del todo. Creo que repetimos esos temas porque son universales, porque pertenecen a lo humano más profundo, y ninguna novela va a resolverlos. Hay obras escritas hace cinco siglos que hablan de lo mismo, y seguimos dándole vueltas. En este caso, esta novela nace del periodismo, de una época que viví con intensidad en las redacciones. Entonces no se me ocurría otro tema que no fuera este.

P.—¿Y ha cambiado algo desde entonces?

R.—Bueno… Me gusta decir que esta es una novela histórica porque transcurre hace diez años, en un momento muy concreto, diferente al actual. Es quizá mi novela más deudora del periodismo. Recuerdo que en 2009, en solo un trimestre, hubo casi 800.000 parados. En 2013, el desempleo alcanzó el 28%. Se producían 500 desahucios al día. Las redacciones se llenaban de historias de gente devastada por la economía. Fue una crisis cultural que afectó a la vivienda, al crédito... Yo no soy economista, solo cuento historias, pero entonces aquello fue brutal.

Ahora creo que no estamos en esa misma "pantalla" del videojuego. La economía va mejor, aunque haya sectores conservadores que lo nieguen. Las cifras están ahí. Pero siempre hay zonas de sombra. Ayer leí que el 18% de las familias con empleo e hijos están por debajo del umbral de la pobreza. ¿Hemos aprendido algo? Creo que no.

Chirbes decía que el ser humano es el mayor despilfarro de la naturaleza: cuando ya tiene 80 años y puede enseñar a otros, la naturaleza lo elimina, lo convierte en ceniza, y por detrás viene un cachorro vacío, al que hay que llenar de cosas. Creo que cada generación tiene derecho a cometer sus propios errores. Sospecho que lo mismo puede volver a pasar. La economía está más globalizada, más conectada, y eso es bueno para algunas cosas, pero nefasto para otras. Un botón pulsado en un mercado a 5.000 kilómetros puede arrasar la economía de un pueblo de Zamora. Y eso da miedo. Por eso Peligro de derrumbe sigue siendo un título pertinente.

P.—Eso suena a una alerta clara.

R.—Es un viaje por una España que, entonces, parecía un escenario de Mad Max, un país al borde del colapso. Hoy veo muchas incertidumbres que deberían mantenernos en alerta. Incertidumbre climática, energética, relacional, tecnológica, geopolítica... Incluso en la forma de vivir el sexo, mediatizada por el porno o relaciones cada vez más desconectadas. También en el trabajo: ahora el peligro de derrumbe tiene que ver con la inteligencia artificial y emocional. Tantas incertidumbres, una sobre otra, generan miedo. Y eso está en la novela.

P.—¿Hemos normalizado la precariedad hasta el punto de que ya no nos duele?

R.—Sí, claro. Hay una grieta en medio. Como en la balsa de piedra de Saramago: unos vamos en una dirección, otros en la contraria. A veces cuesta ver al otro lado, te parece que es mentira. Cuando ves estadísticas sobre pobreza infantil en España, hay quien las niega.

Yo vivo en Carabanchel Alto, un barrio de clase media, ni Las Rozas, ni La Castellana. Sé lo que es levantarse a las cinco para trabajar por 1.300 euros al mes. Son vidas frágiles, que pueden desmoronarse en cualquier momento. No todo el mundo llega al día 27 y puede permitirse salir a cenar. Mi barrio me lo recuerda cada día. Y es importante no olvidarlo.

P.—Y también hay precariedad en términos de exclusión social y laboral. Como lo que está ocurriendo con quienes duermen en el aeropuerto solo para poder ir a trabajar.

R.—Por eso la literatura tiene que hablar desde la periferia. No solo la geográfica, también la económica, emocional, sanitaria, mental… Hay muchas violencias y muchas invisibilidades. La literatura debe encender bombillas. En mis reportajes intento hacerlo, trabajar con la materia prima de la realidad.

En esta novela hablo también de otras asimetrías: económicas, sociales, simbólicas. Del dedo que señala hacia arriba o hacia abajo. Hablo de los "deselegidos". Y sentirse "deselegido" es una gran putada. Cuando de niño no te elegían en los juegos, te sentías invisible. Luego vinieron los primeros amores, los rechazos. Más tarde, el mercado laboral. Y un día te llaman y te dicen: igual que te elegimos, ahora te deselegimos. Te vas fuera.

Entonces sientes culpa. Piensas que algo has hecho mal, que no vales, que no tienes talento, que tus contactos no sirven. Y también sientes vergüenza. Mucha. Da vergüenza hacer cola en el paro. Decirle a alguien que te han despedido. Porque piensas que hay algo de culpa. Por supuesto, son gente con autoestima baja, también. Pero también creo que, como siempre, puede haber dignidad en la derrota.

Y a mí eso es lo que más me deslumbra siempre. Cuando estoy escribiendo o cuando estoy haciendo periodismo, lo que más me deslumbra es eso, ese tipo de ejemplos que hablan de la dignidad en la derrota.,Y eso, para mí, es deslumbrante.


P.—Quizá sea eso lo más valioso de una persona: no perder la dignidad. ¿Tú crees que la tienes?

R.—Creo que sí. Me interesa mucho John Steinbeck, por su mirada social. En su discurso del Nobel, en 1962, dijo que el escritor debe contar la probada capacidad del ser humano para la dignidad en la derrota, la compasión y el amor. Probada capacidad. Eso me reconcilia con la humanidad.

En momentos de crisis, hay gente que resplandece con una dignidad tremenda. Alguien que pierde el trabajo, que sufre una adicción, que sale de la cárcel, que atraviesa un duelo... y aun así sigue adelante. Como una planta que brota en el asfalto.

P.—Las mujeres de Peligro de derrumbe no son víctimas ni heroínas. Son resilientes.

R.—Mis mujeres suelen ser duras, resilientes, independientes, poco demandantes. El hombre, en cambio, suele ser más quejica, más débil. Lo he vivido así: he crecido rodeado de mujeres fuertes. Creo que la pobreza también afecta más a las mujeres que a los hombres.

P.—¿La pobreza tiene género?

R.—Sí, la pobreza tiene género. Igual que la violencia, la desigualdad, el dolor.

Nueve de cada diez veces, cuando alguien me cuenta una historia dura, es una mujer quien da el paso: una madre, una abuela, una esposa, una hija. No un hombre. Y eso me hace pensar.

P.—Cuéntame de Elena. Cuida de todos, pero nadie cuida de ella.

R.—Sí. Elena me recuerda a muchas mujeres que conozco, a amigas. Representa la dignidad de la derrota. Es una mujer sabia. No en el sentido académico, sino en el vital: sabe elegir bien los fines, no solo los medios. Se mueve desde el amor, desde la entrega a su hija. Me recuerda un poco a Carmen, de mis anteriores libros.

P.—Y Yolanda representa a una generación obediente, titulada… y abandonada.

R.—Es el personaje más solvente intelectualmente. El que más futuro tenía, el que más esperanza ofrecía. Pero también es el más desolado. Porque hizo todo lo que se le pidió: estudiar, formarse, ser buena… Y nada ha salido bien. Es joven, pero está derrotada. No porque haya envejecido, sino porque el dolor la ha aplastado. Es el personaje más estafado de todos. Hizo el camino, pero no llegó a la meta.

P.—¿Crees que el sufrimiento emocional sigue siendo invisible cuando hablamos de pobreza?

R.—Sí. Aunque el periodismo debe combatir eso. Aun así, cuando alguien te pregunta "¿qué tal?", no espera que le digas la verdad. Si lo haces, se incomoda. Nos cuesta hablar de lo que sentimos. Aunque Iniesta o quien sea hable de salud mental, sigue habiendo tabú. Mostrar debilidad, mostrar fragilidad, sigue mal visto. En una sociedad de carnívoros, levantar la mano y decir “soy herbívoro” no parece una buena idea.

Y vuelvo a Chirbes. Él decía: “Vivimos de lo que matamos”.

P.—¿Vivimos de lo que matamos?

R.—Sí. Esa frase, dicha por un empresario del ladrillo, con su Rolex, firmando contratos caros… Tiene mucho sentido. Y no es solo una metáfora.

P.—Y hay otra historia que es la de Babacar.

R.—Babacar es una mezcla de dos historias que conocí. Una de ellas era un chaval inmigrante subsahariano que estaba en condiciones de esclavitud en el año 2012, trabajando por un euro la hora en una obra. Dormía en la caseta por la noche, le daban una linterna, una manta, un palo por si entraba alguien. Y este era el bravo Babacar contra el mundo, por si alguien entraba. Tú fíjate qué pobrecito. Y una vez por la noche entraron y le destrozaron el cuerpo porque quiso defender, quiso ser una persona con su dignidad fuera de la derrota.


Y en ese capítulo se habla también de la mujer de Babacar, que está inspirada en una historia que conocí de una mujer que se llama Chioma. Chioma era una inmigrante subsahariana que vino a Canarias y cogió a su bebé, que era una niña muy pequeñita. Le dijeron que el trayecto iba a ser de dos días, fíjate, ella se lo creyó. Pagó además un dineral. Entonces metió unas galletitas, alguna especie de yogur, unas chaquetitas, y ya estaba. Pensaba que en dos días iba a estar en España.
Pasó un día, dos, cuatro, seis, diez, doce, dos semanas y allí no había ni rastro de España. Todos los alimentos que había en la patera se acabaron, faltó agua... Entonces uno puede vivir sin comer, pero no puedes vivir sin hidratarte.
Entonces a esta madre no se le ocurrió otra cosa que darle sus propias orines en una lata, se los daba a su hija. Hasta tal punto de que la hija falleció y ella tuvo que tirar el cadáver, que es una norma básica cuando se hace un viaje de este tipo. Lo tuvo que tirar por la borda y una hora o una hora y media después vino la gente de Salvamento Marítimo a rescatarla.
Yo le preguntaba a Chioma, la conocí en Fuerteventura, estaba atendida por la Cruz Roja, con tratamientos psicológicos, imagínate.
Abro paréntesis: cuando se habla de que una mujer africana, “qué más da que pierda un hijo si tiene ocho”, es una salvajada, ¿no? Cierro el paréntesis.


Yo le pregunté a Chioma: "Perdón, ¿cómo se llamaba esta niña?" Y me dijo ella: “Chie de Velle”. Y le dije yo: "¿Qué significa Chie de Velle?" Y me dijo ella: “Creo en Dios.”
Y esa historia, claro, me pareció tan brutal que la introduje por ahí, de alguna manera.

P.—¿Qué sería de Pedro Simón sin las historias que le cuenta la gente?

R.—Pues nada, no sería nada. No sé qué estaría haciendo. A lo mejor sería un panadero de puta madre. O sería un jardinero maravilloso, pero… no estaríamos aquí, ¿no?
Sin el periodismo, yo creo que yo no estaría aquí sentado.
Eso sí, la gasolina que a mí me mueve siempre, siempre, son los otros. Cuando escribo es… todo esto que le pasa a la gente y que es muy jodido.

Hay gente que me dice: “Tío, llevas 30 años haciendo este tipo de periodismo, ¿no te cansas?, ¿no te agobia?”
Digo: ya, pero es que hacer una entrevista con la Iglesia no me veo. No digo que no tenga interés, digo que a mí no me motiva demasiado.
No sé si me animaría a levantarme, no sé qué me traería a casa después de haber entrevistado con la Iglesia que a mí me merezca la pena.
Entonces yo creo que solemnizar el yo, solemnizar el yo en cualquier profesión es una basura.
Y creo que solemnizar al prójimo es una buena idea siempre.
Me da igual que seas médico, me da igual que seas maestro, me da igual que seas periodista, me da igual que seas panadero.
Creo que todo lo que tiene que ver con mirarse al ombligo es una señal de mala salud mental. Y todo lo que tiene que ver con mirar a los otros a los ojos creo que es buena señal de salud mental.
Y bueno, mi periodismo, lo juro, que me devuelva algo.

P.—¿Cómo consigues narrar esa desesperación sin caer en lo dramático? ¿Cómo equilibras?

R.—Pues no lo sé, no te sé contestar a esto. Siempre, cuando me toca hablar de alguna cosa de escritura, de cosas distintas, te digo: mira, os voy a dar dos noticias.
Digo siempre: la primera va a ser la mala: yo no os puedo enseñar a escribir.
Digo: la segunda va a ser la buena: que vosotros sí podéis. Aprender a escribir se aprende estando en la calle, a escribir se aprende atreviéndose.
Bueno, desgarrándose a veces, pero sobre todo no teniendo miedo.

P.—Creo que dar voz precisamente a todo lo que dices tiene que aportar muchísimo, lo que es vital. No sé qué espera la gente cuando va a contar sus historias. Yo creo que es desahogarse, sobre todo.

R.—Sí, claro, claro, sin ningún tipo de duda, claro. Y una especie de victoria ética también.
Hay un cuento de Galeano, que no me acuerdo muy bien, pero es muy breve. Son 20 líneas.
Cuenta cómo un doctor en un orfanato, que él es médico y trabaja en ese orfanato, llega el día de Navidad o de Nochevieja y va apagando las lucecitas.
Son niños que no tienen a nadie. Va pasando por las salas, ve que todos están dormidos, llega a la última sala y sale un niñito, y cuando se va a ir porque cree que está dormido, le coge de la bata, le tira, y le dice al doctor:
“Dígale a la gente que está ahí fuera, que estamos aquí.”
Pues un poco esto, ¿no?
Yo creo que la gente que muchas veces te viene a contar una historia lo que busca es que tú digas que ellos están ahí, que existen y que lo suyo también puede ocupar dos páginas en un periódico.

P.—Hay nueve personas, nueve sillas. ¿A quién se daría si hubiera 10? Una 10 más 100. Pues hoy en día, ¿a quién sentaría?

R.—Bueno, eh... A los que se creen impunes. A los que se creen siempre a salvo, a estos que manejan circuitos muy poderosos. Que no tengan estos desvelos monetarios nunca a final de mes. Que puede ser un conseguidor, que puede ser un político muy bien relacionado, que puede ser un ex-ministro que tiene una agenda maravillosa, que puede ser el dueño de una corporación que ha aplastado a mucha gente.


P.—¿Crees que del derrumbe se sale o necesitamos a alguien que lo saque y nos diga tú sí cuentas?


R.—Creo que solo sale si alguien te dice que tú vales. Necesitamos al “nosotros” porque de otro modo no hay llave posible para salir del laberinto.

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