En La fábrica de ángeles, María Zaragoza nos arrastra a un Madrid de los años veinte tan magnético como peligroso. Una ciudad en plena efervescencia artística y convulsión social, donde el crimen, la superstición y la libertad se entrecruzan sobre el escenario de un teatro que es más bien una trinchera. La autora, que lleva más de dos décadas escribiendo, confiesa que nunca antes había estado tan expuesta como en esta novela. “Estoy muy en este libro”, repite, y se nota. Lo están sus obsesiones, sus filias, su visión del mundo y su forma de entender la literatura como un artefacto complejo, frágil y afilado a la vez.
Thriller, alegoría política, homenaje al mundo del espectáculo y defensa feroz de los cuerpos y las libertades: La fábrica de ángeles es muchas cosas, pero sobre todo es una historia de personajes que luchan por fabricar su propia realidad mientras el mundo intenta devorarlos. Aquí, Zaragoza habla sin filtros del proceso creativo, de la violencia, de la locura, del deseo, y de por qué a veces es en lo frívolo donde se esconde lo más profundo.
“Al resplandor de la última cerilla, el cuerpo de una muchacha completamente abierto, oscuro y vacío, sobre un costado rígido, en la postura que le había quedado al caer de la silla, parecía un dragón, un monstruo de capilla gótica, una criatura de mitología. Uno de esos seres que aparentaban ser una chica bonita, para engañar a los incautos y devorarlos”
P.— No es que dé miedo, pero se siente que los lectores se van a adentrar en algo nuevo, muy potente e interesante: los años 20. ¿Qué puedes contar sobre esa época en la novela?
R.—Bueno, lo que he escrito es lo que ahora se ha dado en llamar un mystic thriller, una etiqueta que me encanta porque por fin puedo utilizarla para definirlo. Es un thriller de asesinatos y crímenes ambientado en el Madrid de los años 20, muy ligado al mundo del teatro, de las variedades, de los géneros ínfimos… pero también con elementos relacionados con la superstición, la adivinación y todo aquello en lo que la gente cree cuando se habla de mundos mágicos, la mala suerte o lo maldito.
P.— El hallazgo es bastante abrupto. ¿Qué función simbólica tiene ese primer crimen en relación con el tono del libro?
R.— Ese primer crimen lo construí al revés. Tenía muy claro qué historia quería contar, es decir, cómo se resolvía. A partir de ahí, fui hacia atrás para decidir cómo debía ser ese crimen inicial que desencadenara todo lo demás. Tenía que ser un crimen muy salvaje, pero sin una gota de sangre. Eso era fundamental. Un vacío existencial. Un vacío, un agujero, un misterio. Casi todos los personajes del libro tienen algo que esconder.
P.— ¿Quién lleva a cabo la investigación? Ahí se abre un poco el abanico de personajes.
R.— La investigación la lidera el inspector Kobler, un hombre que siempre ha creído saber con claridad qué está bien y qué está mal, lo correcto y lo incorrecto. Pero, de pronto, se encuentra inmerso en un mundo lleno de grises, de vacíos morales.
Lo acompaña el forense Amador Miralles, un tipo vitalista, optimista, muy inquieto. Ama su trabajo y siempre está buscando aprender cosas nuevas. Ha estado en contacto con forenses centroeuropeos para conocer los últimos avances científicos en la resolución de crímenes.
Ambos se ven obligados a colaborar con Adoración Venecia, la dueña del teatro donde aparece el primer cadáver. Es una mujer libre, una bailarina vanguardista que viene de Centroeuropa, que ha recorrido medio mundo y trae consigo ideas nuevas. Es muy inteligente, muy observadora, pero también profundamente supersticiosa: cree prácticamente en todas las supersticiones que existen, y muchas veces respalda decisiones que ya ha tomado en lo que le dicen unas cartas o una bola de cristal.
P.— Hablamos de crimen —en singular—. ¿Qué te interesaba más: comprender el mundo en el que se desarrolla ese crimen, o la sociedad que lo permite?
R.— Creo que es una mezcla de las dos cosas.
Por un lado, me inquieta la sociedad que lo permite; por otro, me fascina el mundo donde ocurre. Y es de esa confluencia de donde nace todo.
Hay un entorno que lo hace posible, un entorno violento, especialmente con las mujeres, una sociedad que no acepta que sean consideradas iguales a los hombres. Y, al mismo tiempo, está el mundo del espectáculo, que me ha fascinado siempre, y mucho más el de esa época de entreguerras.
P.— Decíamos antes, de forma casi casual, que estás muy en el libro.
R.— Estoy muy en el libro, sí. De hecho, estoy muy nerviosa con él. Llevo publicando 25 años y nunca había estado tan nerviosa como con este. Creo que se debe a que en él están muchas de mis filias, fobias y obsesiones personales. Estoy muy expuesta.
Tú me conoces bien y sabes que en este libro estoy muy destapada.
P.— Vamos a hablar del Teatro de las Princesas. Más que un escenario, es una trinchera. Ahí se cuece de todo, ocurren muchas cosas. Es, en cierto modo, el alma de la novela.
R.— El Teatro de las Princesas es, por un lado, un lugar que aparentemente resulta frívolo: colorido, con canciones picantes, importamos jazz de cualquier parte, traemos bailarinas extranjeras, contratamos unas cuantas taxi girls para que bailen con los señores... Todo eso suena a espectáculo ligero.
Pero lo que hay detrás es muy distinto. Estamos hablando de mujeres que, dentro de una sociedad que no les concede privilegio ni poder alguno, han logrado cierto margen de libertad. Mujeres que utilizan ese poder limitado para proteger a otras que no tienen ninguno.
Casi todos los personajes que están en ese teatro son, como dice el narrador, “recogidas”. Las va recogiendo de aquí y de allá. Eso viene de algo que me decía mi madre con bastante malicia. Cuando yo intentaba ayudar a personas imposibles, me decía: ‘Ya estás recogiendo los perros de la calle’. Eso está en la novela.
P.— ¿Te interesaba, de alguna forma, desempolvar ese lado dulce, y pomposo de los años veinte, ese escenario brillante que ve el espectador?
R.— A mí me gusta romper prejuicios. Sé que, cuando se observa algo de cerca, suele resultar más humano y más comprensible.
Siempre he defendido que la frivolidad, bien entendida, esconde una gran profundidad. Hace falta ser muy profundo para saber ser frívolo de verdad. Se puede ser tonto, pero entonces no eres frívolo, eres simplemente tonto.
Afortunadamente, el lenguaje tiene muchos matices.
La novela se construye sobre esa superficie: el amarillismo de los crímenes, el brillo del espectáculo... Pero detrás pasan muchas cosas. Está sostenida por los personajes, y todos tienen una razón de ser muy concreta.
P.— Hay mucha historia. ¿Hasta dónde llegas con la parte histórica y hasta dónde con la parte novelada? No se percibe una línea clara, pero hay una base real muy presente —la ciudad, la época—, y luego está lo inventado. Lo curioso es que la parte inventada parece muy pequeña.
R.— Me alegra mucho que digas eso, porque la historia está construida con mucho cuidado.
Para mí, la línea entre lo real y lo inventado es muy fina. Podría decir que primero construí lo que quería contar y luego lo decoré, pero no sería cierto. Desde el principio supe que quería ubicar la historia en esa época por una serie de circunstancias históricas.
Ahora bien, los crímenes que se narran y el libro del que parte todo son inventados. El libro no existe, aunque los personajes que aparecen en él sí son reales. Y los crímenes, aunque inventados, están ubicados en un contexto muy verosímil.
Me gusta que si algo está ambientado en una época concreta, aparezcan personajes que pudieron haber estado ahí.
P.— ¿De la violencia puede salir belleza?
R.— Creo que la violencia genera violencia, y eso nunca lleva a un buen lugar. Hay que saber cuándo detenerla. Lo que sí creo es que imaginar la violencia sin llevarla a cabo puede ser un desahogo muy grande. Eso es algo completamente distinto.
P.— Cuando hablas de Adoración Venecia como voz que empieza a sonar mientras estás terminando La biblioteca de fuego, y decides que el narrador de esta historia debe ser un hombre, ¿por qué te parece tan relevante que ella escape de su narrador?
R.— Porque tradicionalmente hemos sido contadas por voces masculinas. Y aunque él sea el que narra, Adoración Venecia tiene que ser más fuerte, tiene que superar esa narración.
Ella debía escapar de esa voz masculina porque representa algo más grande que cualquier intento de definirla. Me interesaba mucho mostrar cómo un personaje puede superar la intención del que le da voz. Que se imponga por su presencia, por su potencia, por su libertad.

P.—Mencionabas los guiños a Carmen Tórtola Valencia, de esas bailarinas alemanas que protestaban desnudas contra los retrocesos en los derechos de las mujeres… ¿Adoración Venecia también tiene algo de eso?
R.— Tiene mucho de eso. De esas mujeres valientes, rompedoras, adelantadas a su tiempo. De hecho, está construida con retazos de varias mujeres reales que me han fascinado: Tórtola Valencia, esas bailarinas alemanas que usaban su cuerpo como herramienta de protesta, incluso algún guiño personal a Antonio Gala, que me descubrió a Tórtola.
Adoración Venecia encarna esa rebeldía elegante, esa fuerza casi mística. Es un personaje que se resiste a ser domesticado o explicado. Tiene una voluntad muy clara de construir su propia narrativa, fuera de lo que los demás esperan de ella.
P.— ¿Y qué se fabrica realmente en La fábrica de ángeles? ¿Redención, cuerpos, monstruos, libertad? Puedes añadir lo que quieras.
R.— Lo que intentan los personajes es fabricar su propia realidad. Eso es lo que más me interesa: no tanto lo que consiguen, sino el proceso, el intento. Cada uno de ellos, en su medida, está tratando de crear una forma de vivir en medio del horror, del caos, de la amenaza. Lo hacen con lo que tienen a mano: con su cuerpo, su talento, sus traumas, sus deseos.
Todo lo que has dicho está ahí: redención, monstruos, libertad… pero sobre todo voluntad de ser. Y esa voluntad es política.
Entrevista: Rosa Sánchez de la Vega
Editor de sonido: Manuel Muñoz Sánchez
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